MIS NARRACIONES (última editada el 03/11/2011)



LA CASA OSCURA DE JACINTO NEGUS
A Don Jacinto Negus lo enterraron por primera vez un jueves. Dicen que fue una jornada en la que el calor apenas se sintió. Hay quien cuenta que la luz de aquella tarde era excesiva. Otros recuerdan que el viento empezó a correr por el centro del pueblo a primeras horas de la mañana, pero que, sobre las nueve y media, se notaron las últimas ráfagas por la salida del camino que conduce al cementerio y, poco más tarde, “el aire se quedó quieto”. Al menos, de esa forma tan gráfica, lo susurran las gentes mayores, las que aún se atreven a hablar, las que andan cerca de la muerte, con las deficiencias físicas colgadas de los ojos; los que aún se atreven a vengarse de la vida que brota, a base de su única arma: las leyendas oscuras, esos dimes y diretes que se arrastran por VillaOpuesta, aquí en la provincia de Hégira.
En vida de este hombre, sus vecinos tan sólo lo conocían por su mal genio. Los orígenes del señor Negus no estaban muy claros aunque el sacerdote que acudía una vez por semana a la villa, implicado en el suceso, siempre dijo que Jacinto no era oriundo de ella. Y el abuelo de Francisco Duarte, otro implicado, sostuvo hasta el final de sus días que Negus llegó a VillOpuesta con quince años y que él personalmente había visto el hecho.
“Vino – decía -, con un cochecito de niño destartalado y negro, a ocupar la casa tercera de la calle Alcésar”
Ese fue uno de sus primeros misterios.
Se recuerda aquella vivienda, de aspecto sucio - “opaco” sería el término apropiado -, como un espacio extraño del que nadie jamás se había ocupado. Además, tras la guerra nacional - en la que desaparecieron más del ochenta por ciento de los nativos del lugar entre venganzas viejas -, perdidos los archivos de la comarca entre bombardeos, muerto el único notario de los alrededores, Don Niceto Firmao, que habitaba a trescientos kilómetros, ningún habitante del pueblo fue capaz de decir de qué familia era aquella casona fea y oscura. Y a nadie le pareció mal que aquel mocoso, lleno de neblinas, se introdujese en ella. Al menos a nadie importante. Ya que su vecina colindante, doña Amablisca Redonda, partera del lugar e implicada también en el suceso, no dejó de tener pesadillas desde la misma tarde en que Jacinto Negus llegó a VillOpuesta.

Lo enterraron un jueves por la tarde. Eso quedó registrado en el informe forense del ayuntamiento como un hecho cierto. La página lleva un sello con tinta morada y una firma ilegible de bolígrafo gastado, que pisa una fecha, la del 19 de Julio de 1996. Se recuerda incluso la hora exacta. Jacinto Negus fue enterrado a las siete de la tarde, cuando por fin se pusieron de acuerdo entre el cura provincial, el médico del pueblo vecino de Algadilla –que cubría también a los enfermos de VillOpuesta -, y el edil de sucesos del consistorio, familiar del actual alcalde democrático, Don Buendía Asístides – implicado también en el suceso -.
Amablisca Redonda fue la única asistente al sepelio. Y todo el mundo lo entendió. Era una mujer tan gruesa que todas las penas – decían -, le cabían dentro. Había sido la vecina del muerto, la única que escuchó sus historias, sus ruidos extraños, sus gritos, a través de los muros de su propia vivienda.
-        Cincuenta años de pesadilla se van con él – dicen que fue lo único que pronunció cuando comprobó que la tierra apisonaba el extraño ataúd de madera negra y cubierta de mármol gris, que encontraron dentro de la propia casa del difunto -.
Amablisca había ayudado a venir al mundo a todos los infantes que nacieron entre 1939 y 1996. Y la verdad es que aunque no fueron muchos, todos ellos tenían una característica común: eran seres tristes. Cualquier estudio sociológico hubiese dictaminado que las condiciones económicas del lugar no daban para otra cosa, que incluso el clima ayudaba; el verano duraba tres días, y la primavera apenas unas horas, repartiéndose el tiempo casi por igual entre el otoño e invierno. Pero en VillOpuesta todos estaban de acuerdo en que la tristeza –al menos se permitían esa broma -, se debía tan solo a la partera triste, a sus manos llenas de venas largas y a su rostro de color cera de iglesia. Había estado casada con Isidoro Expósito, un individuo sin oficio que se asustaba por todo y que tan solo le duró dos meses.
A la vuelta del entierro, sola delante de las autoridades, cuando dobló la esquina de su calle desde el arrabal del campo santo, fue la primera en verlo.
Dicen que se paró en seco, intentó hacer sobre su pecho enorme la señal de la cruz (aunque jamás se la recuerda de haber entrado en una de las misas semestrales que oficiaban – si hacía buen tiempo -, en la plaza del centro), y se desplomó sobre los tobillos, hundiendo el suelo.
En la puerta de la casa oscura, sentado en una silla de anea, estaba – con su traje negro y su sombrero -, Don Jacinto Negus.
Las tres autoridades salieron corriendo. Y cuando Amablisca volvió en sí entre resoplos y sueños rotos, fue el propio señor Jacinto Negus quien la ayudó a enderezarse y, con determinada lentitud la acompañó hasta la puerta de su casa. Ella se dejó hacer incapaz de reaccionar ante el suceso. Había traído tanta vida al mundo que consiguió sobreponerse al descubrir – diría días más tarde -, que los muertos, como los vivos, sufrían ciclos que la razón no entiende. ¿Acaso Acetata Carmela, la madre de Fermín Tobero, no se aparecía todas las tardes, desde hacía treinta años, por la calle Larga, a eso de las cuatro de la tarde y, todos los vecinos que no hacían la siesta, la saludaban como lo más natural, y le daban recados para ultratumba que ella recibía con una sonrisa?
Don Jacinto Negus siguió haciendo su vida corriente sin que nadie se atreviera a preguntarle nada de su propio entierro. Y cuando las autoridades se hubieron repuesto del susto, se reunieron en Consistorio para decidir cómo tratar el asunto. El edil hablaba de milagro lo que ponía muy nervioso al párroco que jamás se había enfrentado con su curia provincial, ni deseaba pleito o conocimiento alguno. Y el médico se jactaba de ciertos conocimientos “ocultos para la ciencia de las universidades” pero que si él quisiera...  Como siempre fue la señora de D. Buendía Asístides, el alcalde, la que rompió la mística de la reunión municipal. Ella dijo:
-        No queda más remedio que ir al cementerio y dar fe de lo que hay en el ataúd del muerto.
Lo dejaron para el viernes, que era día más apropiado para semejante acto. Y a las doce del mediodía del 24 de Julio, inhumaron el féretro. El armatoste negro estaba intacto, pese a la lluvia caída durante la semana. Y la tapadera de mármol cedió sin la menor dificultad. Dentro del ataúd había un cadáver.
Fue como si el miedo llegase al pueblo en el tren de las doce y cuarto. Se cogió a los tobillos de los habitantes de VillOpuesta, se alzó por las pantorrillas de todos y se perdió por salva sea la parte, hasta los secos estómagos, quedándose. Todos los que estaban en la calle en aquel instante, recuerdan – sin haberse puesto de acuerdo -, una bandada de tordos cruzando el pueblo, lanzado unos sonidos guturales raros. Fue un aviso – se dijeron luego todos los implicados -, un aviso de sabe dios dónde.
Reposando en el habitáculo del muerto estaba Candelaria Cuentas.
Nadie le conocía ninguna vinculación con Jacinto Negus. Hasta que su nieta cayó en un recuerdo. La difunta, tras conocer el fallecimiento del habitante de la casa oscura, había dicho: me voy a mi cuarto a rezar por el muerto. Y nadie de su familia la había vuelto a ver después del dicho. Y como era de mal carácter y además vivía sola, pasó desapercibida los cinco días de la semana restante.
Allí estaba muerta y bien muerta – dictaminó el galeno -, atreviéndose a meter la mano en el féretro, cogerle la muñeca podrida a Doña Cuenta y comprobar que el frío más frío era dueño absoluto de la piel y los huesos.
Atónitos estaban por el suceso cuando percibieron la sombra del señor Negus, atravesando la puerta del cementerio.
-        El ataúd es mío –dijo seco cuando alcanzó a los del ayuntamiento, y Buendía Asístides no tuvo más remedio que reconocer lo cierto.
Nadie se quiso hacer cargo de un nuevo féretro para Candelaria Cuentas. Así que la dejaron en la fosa común cubierta con la saya que llevaba puesta. Y Felix Antojo – el sepulturero oficial del pueblo -, se hizo responsable – con cargo a la Casa Consistorial -, de los gastos de aquel mínimo entierro.
Se supone que el señor Jacinto Negus arrastró su ataúd hasta su feo domicilio. Nadie lo vio hacerlo. Lo cierto es que el domingo siguiente, 26 de Julio, Amablisca escuchó, tras el muro que daba a su lavadero, un grito inhumano. Los escalofríos la echaron de su casa y fue a contárselo al panadero de Higadilla, el único parroquiano que deambulaba a aquellas horas por la plaza de VillOpuesta. Este lo fue pregonando hasta que el sucedido llegó a los oídos del señor Asístisdes.
Dejaron pasar el domingo por ser día de fiesta. Y lunes, una comitiva de unos quince vecinos, se dirigió a la casa de la calle Alcésar. Aporrearon la puerta una docena de veces y el eco les devolvió siempre el saludo.
A una orden del señor Buendía, forzaron la entrada oxidada del recinto y topáronse con la sala abierta, el ataúd centrado sin tapa y el aparente cadáver de Jacinto Negus, seco, estirado dentro, y vestido, como siempre, de negro. Tenía cuatro velones quemando en cada una de las cuatro esquinas del féretro.
-        También son manías – parece que comentó Doña Augusta Reina, implicada en el suceso, y la mujer más rica del pueblo.
Lo enterraron el siguiente viernes. La idea fue del médico.    Así – dijo con su tono docto -, estaremos seguros del “rigor mortis”. El latín en esos pueblos, ya se sabe, da ánimos.
Esta vez la comitiva al entierro fue de casi todo el pueblo. Tan solo se quedaron en casa tres personas; dos enfermas crónicas y Calixto Penas, atacado de tos, que dijo que se ocuparía en rezar desde su cama por el muerto.
Abrieron el ataúd en la misma fosa para apercibimiento de las autoridades locales. Y todo en orden, cerraron la losa y esperaron a que Felix Antojo, amontonase la tierra encima, la domara luego y clavase una cruz de hierro – la misma que servía para todos los entierros -, en el lugar exacto de la cabeza del muerto. Allí nadie pagaba lápida y el cementerio era tan pobre como el resto del pueblo. Salvo el fantasma de Acetata Carmela, los muertos no volvían para ver semejantes esfuerzos. Y la propia Acetata jamás se había quejado de aquello.

Parecía una escena de Semana Santa sin santo.  Tanto parroquiano junto, hablando alto – quizás por el miedo -, en procesión hacia el pueblo. Cuando llegaron a la altura de la calle Alcésar, se pararon como un solo cuerpo. Y nadie, sin ponerse de acuerdo, dio un paso hasta que el párroco – aliado con el fundamento de su doctrina eclesiástica -, se hizo el valiente y dobló en solitario la esquina.
El grito lo dio, como era lógico, Amablisca Redondo al ver cómo el cura se tambaleaba, torcía la sotana, doblaba el alzacuello, e intentaba, sin conseguirlo, sujetar la pared de la casa que tenía al lado que, de repente, se le venía encima.
Don Jacinto Negus, desde su silla de anea, saludó en silencio a la comitiva cuando pasaron, arrastrando los pies como unos penitentes, por su vera. Estaba con su traje impecable, negro y su sombrero. Por su piel curtida, nadie fue capaz de ver circular la sangre, pero tampoco eso era algo extraordinario.
Todos se fueron para la Casa del Pueblo sin saber que hacer. Y el alcalde, en un gesto, reunió en su despacho al Comité Social, con el balcón abierto para que todos pudiesen escuchar los secretos del Consejo.
No obstante, cuando llevaban cuatro horas en silencio, sin la menor idea de por dónde tirar en este feo asunto, un chiquillo se presentó corriendo en la plaza para decirle a su madre que el tío Calixto Penas, había dejado el hueco de la cama con las sábanas puestas, el eco de la tos había desaparecido con él y nadie sabía donde podía hallarse tras dos horas de búsqueda.
Fue como un bombazo en mitad de VillOpuesta.
No hubo un solo cerebro que no pensara lo mismo. El pobre hombre había dicho: “me quedo a rezar por el muerto”, exactamente la misma frase que dijera Candelaria Cuentas antes de ser la primera víctima del extraño suceso.
Ni que decir tiene que todos corrieron hacia el cementerio; los más jóvenes atropellaron a los más viejos y dos centenarios que quisieron trotar ante el misterio, murieron allí mismo, solos, caídos con torpeza entre las calles San Jorge y Romances. Ni sus familiares se dieron cuenta.
Al llegar al campo santo, hasta Feliz Antojo se asustó de la algarabía. Izaron la tumba que tanto trabajo le costara hacer horas antes, abrieron el ataúd negro y allí estaba Calixto Penas, con la cara plácida y blanca como una sábana. Todo el mundo creyó oírle las toses crónicas, del sentimiento que notaron mezclado con el miedo. Se quedaron como estatuas de sal y apenas se dieron cuenta que la sombra de Jacinto Negus avanzaba despacio, abriéndose paso entre la muchedumbre que temblaba ante su presencia mucho más que ante la del muerto.
Él venía a reclamar su ataúd siniestro.
Y Feliz Antojo se dispuso a echar a Calixto a la fosa común en silencio.
Nadie durmió en el pueblo durante los tres días siguientes. Y el fantasma de Acetata no paró de dar vueltas por su calle, sin contestar, como siempre, a ninguna pregunta. Luego dijeron que el fantasma estaba triste. Pero vayan a saber la realidad de estos asertos que el tiempo distorsiona.
Descansaron el cuarto día, pero solo un rato. Amablisca fue de nuevo la implicada en el suceso. Había visto y oído como Francisco Duarte, el deportista que estuvo a punto de ganar una carrera en la Capital de Hégira en el año 80, se personó en la entrada de la Casa Oscura, llamó a la puerta y, cuando esta se abrió sola, Duarte sacó una escopeta de cazar jabalíes y desgarró dos tiros sobre el cuerpo del señor Jacinto Negus, a bocajarro.
-        Para que nos dejes dormir de una puñetera vez - dijo Amablisca que le había gritado Francisco cuando le empezó a saltar la sangre por encima del traje.
Todos vieron esta vez al muerto. Incluso los enfermos no se atrevieron a quedarse solos en casa. Solos los niños jugaban en los corrales a los juegos de siempre.

Esta vez lo enterraron de mala gana. Y parte de la tierra del hoyo quedó dentro del ataúd que apenas se molestaron en cerrar con los clavos. Feliz Antojo le dijo a Buendía Asístides que de seguir la cosa así, tendría que pagarle gastos a parte. Y el alcalde asintió dudando ya que el suceso fuera a repetirse. El pecho del señor Negus estaba anegado de sangre negra y el traje – aquello sí podía ser una señal del cielo -, se había echado a perder definitivamente.
Se dieron mucha prisa para llegar casi corriendo a la calle Alcésar. Aunque no todos alcanzaron la meta y pudieron luego contarlo. Los familiares de los ancianos que habían muerto camino del cementerio se llenaron de angustia al ver a sus abuelos tendidos en el suelo, con un gesto de corredor de fondo que fallece dos metros antes de la meta. Aquellos dos muertos aumentaron el miedo. Y hubo quien pensó de inmediato en tirar para el monte y olvidarse del pueblo que los vio nacer, al menos por unos años.
No obstante, la comitiva alcanzó con calambres la calle Alcésar.
Y allí estaba Don Jacinto Negus, sentado en su silla de anea, con su traje cubierto de sangre, saludando con su seriedad impecable.
Cuentan que seis o siete personas más murieron allí mismo, a los pies de la Casa Oscura, sin que nadie pudiese evitarlo. Una de ellas fue Amablisca Redondo, descanse en paz.
Y parece ser – aunque nadie lo afirma con rotundidad -, que el alcalde Buendía Asístides, se lanzó contra el hombre de negro, lo asió por las solapas bañadas de sangre y le espetó en la cara:
-        ¡Por qué nos haces esto!
Nadie metió en la cárcel a Francisco Duarte. No hubo delito porque no había muerto. La Casa Oscura, desde el momento que su dueño entró dentro, no volvió a abrirse. Amablisca ya no estaba para contar si oía o no gritos y ruidos extraños. Pero nadie duerme. Han pasado varios años y poco a poco un muerto sigue a otro muerto. Nadie reza por nadie por miedo a los sucesos. Lo hizo una vez una niña que se empeñó en hacer la Primera Comunión en una de aquellas misas del reverendo que dejaron de celebrarse por miedo. La niña desapareció tras el convite. Todo el mundo sabe donde está sin preguntárselo.
La Casa Oscura se está cayendo a pedazos por las inclemencias del tiempo. Y además nadie ha vuelto a vivir en la calle Alcésar, ni en las colindantes. El alcalde Asístides aún vive y aún es el alcalde. Pero tampoco duerme. VillOpuesta es el único lugar del mundo donde los muertos se van solos a su entierro. ¿Pero cómo pueden caber tantos difuntos en aquel ataúd negro? Nadie lo sabrá hasta que la Casa se caiga en pedazos y estos acaso no cubran el féretro oscuro.
¿De dónde vino Jacinto Negus?
Felix Antojo murió de los primeros o dejó de verse. Y en el cementerio, que se sepa, no crece el número de tumbas.  El fantasma de Acetata Carmela nunca dio una respuesta.
                                                       Copyright:  MANUEL SALADO
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LA COMUNICACIÓN

Cuando el teléfono móvil sonó yo estaba solo en casa con un libro de aventuras en las manos. Lo cierto es que leía con esfuerzo y recuerdo bien que me fue necesario empezar tres veces la misma página para comprender algo de su sentido. Así que alargué el brazo y cogí con cierta desgana el pequeño aparato.
-¿Diga - pronuncié sin el menor síntoma de curiosidad?
-¿Víctor Montalbo - preguntó una voz ronca al otro lado del hilo telefónico?
Cabeceé afirmativamente, intentando encontrar aquel sonido humano entre los registros de mi memoria.
- Sí - dije sin conseguir ninguna pista aún de mi interlocutor-.
-¿Tiene usted tiempo -inquirió aquel sujeto en un tono neutro?
La pregunta me pilló a contramano. Pensé con rapidez: "es alguien que quiere vender algo por teléfono".
- Depende -contesté-, ¿ahí quién es - pregunté a mi vez poco interesado ya en aquella charla?
- Aquí, Dios.
Yo había oído hablar, como todo el mundo, de bromistas de diversos tipos: aburridos que cogen la guía de teléfonos como tabla de salvación, masoquistas que gustan de amenazar en vano, pervertidos que se entretienen persiguiendo quimeras absurdas, y algún que otro chiflado de película. Pero la contestación había sido demasiado rotunda, y por completo imprevista.
- ¿Có..., cómo dice - me escuché susurrar?
- Te digo - pronunció él variando de repente el tratamiento-, que soy Dios.      ¿Tanto te extraña?
Bueno, aquello era el colmo.
- ¿Dios al teléfono - pregunté con todo el tono de burla de que fui capaz? ¡Vamos hombre! ¿Es que no tiene usted vídeo o una revista a mano para entretenerse?
Se escuchó perfectamente un gran suspiro en el intercomunicador.
- ¿No sientes nada especial al oír mi voz - insistió aquel fulano templando el sonido con escalas más bajas?
- Pues mire, amigo, no, lo siento. Tal vez sea mejor que lo intente con otro           -insinué siendo consciente de que mi mano era dueña de cortar aquel diálogo de besugos en cualquier momento.
-Verás, Víctor Montalbo - dijo el hombre-, ¿detrás tuya hay un aparador de color pino, cierto?
- Verdad - contesté yo, pensando que por fin se aclaraba una parte del misterio y aquel individuo sería, sin duda, cualquier vecino con catalejo, de esos que se dedican a rastrear vecinitas ligeras de ropa, en las noches cálidas.
- Pues vuélvete y míralo -dijo autoritaria la voz.
Sonreí. Al fin y al cabo aquello no podía pasar de una broma. Casi sin quererlo, volteé la cabeza. Luego, sin poderlo evitar, me puse en pie de un salto.
Allí estaba, por supuesto, el aparador color pino que compré años atrás haciendo juego con un comedor y un tresillo. La diferencia y el susto que hizo galopar a mi corazón a través del pecho, provenía de que, ante mí, se alzaba aquel mueble elevado del suelo  un metro, con su altillo  pegado al techo y sin nada que justificase aquel desplazamiento vertical.
A los pocos minutos de tener los ojos fijos e inmóviles, me di cuenta de que aún tenía el teléfono en la mano. Lo acerqué al oído y dije tartamudeando:
- Oiga, ¿está aún ahí?
- ¿Por fin te has convencido -dijo la voz con enorme seriedad?
- Mire - susurré buscando palabras suaves que fueran calmando el ritmo de mi pulso -, oiga, no sé cómo lo ha hecho, dónde está el truco, pero no tiene gracia. ¿Puede poner el aparador en su sitio sin estropicio alguno?
- Por supuesto - me contestó el otro.
De repente, con lentitud, el mueble fue bajando hasta el suelo sin que la vajilla de Cartuja y los jarrones chinos que en él lucían, se tambaleasen lo más mínimo. Mi cerebro comenzó a funcionar de nuevo y pensé que todo se debería a un efecto óptico; quizás aquella voz tenía poderes hipnóticos...
- ¿Oiga - dije -, cuál es el truco?
De nuevo me llegó un suspiro largo.
- Eso significa, Víctor, que aún no crees que sea Dios.
- ¡Pero hombre - grité sin contenerme -, déjese de historias! Algún truco está empleando aunque reconozco que debe ser muy bueno.
- Víctor -anunció de nuevo el teléfono interrumpiendo mi razonamiento-, observa ahora la pared a tu derecha.
Cerré los ojos de forma automática, negándome a obedecer. Mi intuición en un reflejo condicionado debió temer algo horrendo. Pero ¿cómo resistir semejante tentación? Poco a poco alcé los párpados y miré. Aquella pared la teníamos llena de libros, del suelo al techo. Era una inmensa biblioteca de unos diez metros de larga por tres de alta, orgullo de toda mi vida adquiriendo saber y recuerdos.
Pues bien, cuando puse los ojos en ella, se había convertido en una increíble y gigantesca pantalla de televisión en colores. Me eché la mano al rostro y froté los ojos. ¡Era imposible! Y sin embargo, el efecto no desapareció. Dejé el teléfono sobre el asiento y me acerqué. Lo que pude tocar fue un inmenso cristal abombado, con algún tipo de electricidad estática adherida a él. Luego retrocedí unos pasos. Y me vi a mí mismo en la increíble pantalla. Lentamente llegué al móvil y lo recogí del sillón. Mis ojos no dejaban de contemplarme aumentado diez veces de tamaño.
-¿Oiga - dije con un débil hilo de voz -, qué quiere de mí?
La voz se había endurecido respecto a la última vez que la oyera.
- Ya nada –respondió-, has sido la primera persona a la que Dios llama por teléfono y no me has reconocido. De nada me sirve que estés ahí abajo...
Sonó un clip tan agudo que hizo temblar todo mi oído interno.
- Pero oiga, oiga, oiga... -comencé a decir torpemente, sin entender absolutamente nada.



Cuando mi esposa regresó de la calle, su vida se quebró en dos al cerrar la puerta, volverse y verme en el suelo, con los ojos abiertos como platos y el cordón del teléfono alrededor de mi cuello. Pero yo no pude hacer nada por ella. Ya no dominaba mi cuerpo. En un rápido juicio, más allá de las fronteras de la materia, había sido condenado a esperar eternamente, flotando en un extraño vacío, una segunda llamada de Dios.

Copyright:  MANUEL SALADO

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