AVANCE DE MI NUEVA NOVELA (06/01/2013)


Buscando la voz que grita






Dedico esta novela a
PIERRE-ALEXANDRE SKOVSKI (1919 – 1940), escritor de padre ruso y madre suiza, fue un modelo de precocidad en todos los campos. A los nueve años se fugó y pasó cuatro meses errando por los caminos de Europa antes de que los gendarmes lo arrestaran y devolvieran al domicilio familiar. A los trece años especuló en bolsa, ganó una fortuna y compró veinte hectáreas de viñas que no tardó en devastar la filoxera. A los quince tuvo dos hijos: el primero murió en el parto, al mismo tiempo que la madre; y el segundo, nacido de una mujer frívola casi menopáusica, nació idiota y desprovisto del brazo izquierdo. A los dieciséis redactó su autobiografía, Un joven apremiado. De los diecisiete a los diecinueve escribió seis novelas –dos de ellas en ruso-, se casó, se divorció, pasó seis meses en la cárcel por estafa, se convirtió al catolicismo y perdió un ojo en un accidente ecuestre. A los veinte años quemó todos sus manuscritos, los reescribió y volvió a quemarlos; sólo se salvó la segunda versión de Un joven apremiado. Un año más tarde se pegó un tiro en la cabeza después de haber garabateado estas palabras en un rincón del escritorio: “He vivido mucho; me estoy haciendo viejo. Me voy”.
Escritor irreal creado por Bernard Quiriny


Siempre que empiezo una novela, recuerdo aquel diálogo de los hermanos Marx:
  • Oye, en la casa de al lado hay un tesoro.
  • Pero, si al lado no hay ninguna casa...
  • Está bien, ¡construyamos una!












Buscando la voz que grita



"Los generales mueren siempre en la cama."
"Para tener buenos soldados, una nación debe estar siempre en guerra." Napoleón
"Un soldado es un anacronismo del que debemos desembarazarnos." Bernard Shaw
"El ejército entiende mejor la idea de la gloria que la idea de la libertad." Condesa de Ségur
La imprenta es un ejército de 26 soldados de plomo con el que se puede conquistar el mundo.” Johann Gutenberg
No se puede conquistar una idea con un ejército.” Thomas Paine
¿Pueden implantarse memorias en el ser humano de tal modo que las conciencias en cuestión no tengan manera de saber objetivamente que en realidad no “experimentaron” esos sucesos de primera mano?” Anthony Peake







Acabo de cumplir sesenta y siete años y me siento muy solo. Tengo una mujer con la que convivo desde hace más de cuarenta años, tengo tres hijos, incluso tengo una nieta. Pero estoy solo. Ya sé que los que aspiran a una vida normal (6.706.992.932 habitantes, todos los que hay sobre la tierra ahora mismo), no lo van a entender. Mi familia tampoco lo entiende, ni mis amigos con los que nada hablo más allá de las incidencias de un partido de tenis.
Estoy solo y quiero saber por qué. He leído más de tres mi libros buscando respuestas a lo que me ocurre. Ficciones, ensayos, ciencia, religiones... He escrito dieciocho obras escarbando en mis entrañas una pista que me lleve a alguna posición cierta. Y sólo he descubierto que nací en el lugar equivocado y al menos quinientos años antes del tiempo que me corresponde.


Apenas hacía unos minutos que ella se había dormido. Los ruidos de la calle cercana se apagaban poco a poco, pese a que nuestra pequeña ventana estaba abierta y por debajo de la puerta, una puerta barata pintada de verde, fluía el aire del invierno a sus anchas. Ella siempre ha tenido la facultad de dormirse nada más entrar en la cama, darme un beso y girarse hacia su lado. Duerme a mi derecha. En apenas segundos su respiración rasgaba el aire, y un ritmo armónico comenzaba a silbar entre sus dientes y sus labios medio abiertos. Me encantaba contemplarla en esos momentos, mientras el sueño fluía hacia mi conciencia. Siempre me ha costado dormirme y una de mis obsesiones es perseguir el instante único en que cruzo la frontera entre la realidad y el sueño. Nunca lo he conseguido. A veces, cuando despierto en la mañana siguiente, me pregunto cuándo crucé la línea pero está claro que mis neuronas no guardan memoria de ello o no quieren darme la menor pista.
Nuestra buhardilla apenas tenía nueve metros cuadrados y esos incluían un dormitorio desplegable, una mini cocina bajo la ventana, un armario empotrado y un minúsculo cuarto de aseo. No necesitábamos ni un centímetro más para sentirnos en el centro del universo.
Aquella noche un extraño ruido quebró la contemplación de su cuerpo. Miré distraído hacia la ventana ridícula de la ridícula cocina y vi una enorme rata sobre el hornillo eléctrico, gigantesca, recortando su perfil ante el claroscuro del cielo. El ventanuco era nuestro único pasillo de ventilación pese al riesgo de visitas indeseables. Muchas noches oíamos cómo las ratas gritaban mordiéndose unas a otras.
Siempre he tenido terror a las ratas, me asquean las cucarachas e imagino que, ante una serpiente de mediano tamaño, sería hombre muerto. No recuerdo cómo salté de la cama, ¿en qué instante Iris se despertó? O cómo llegué hasta el interruptor de la luz y accioné la palanquita. La rata era mayor aún a plena luz. Y Iris se había colocado de rodillas sobre la colcha, en el extremo más distante del colchón y nos miraba a mí y a la rata como si fuéramos figuras de su sueño roto.
Probablemente era el momento de actuar como un hombrecito.
Estábamos en 1968, en la España martillo de herejes y de los tebeos de Acciones Bélicas. Paris comenzaba de nuevo a ser una fiesta lejana, aunque aquí aún no sabíamos que Roberto Alcázar y Pedrín eran rematadamente gays y los famosos luchadores por la libertad, los de izquierda de toda la vida, que luego han aparecido en tropel, estaban escondidos o terminando sus carreras universitarias a costa de los esfuerzos de papá, papás franquistas la mayoría de ellos.
Fue en ese preciso instante cuando vi, por primera vez, el Mal, diferente por supuesto a cuanto me habían inculcado los curas de Los Hermanos de la Salle, entre cuya inmensa incultura desperdicié mi infancia y adolescencia. Los ojos de la rata, su mirada, su pose a punto de saltar, hicieron que todas y cada una de mis neuronas reconocieran algo más allá de lo humano, y un terror ciego, sin la menor posibilidad de razonamiento, me atornillara los pies al suelo, agarrotara mis rodillas, y me gritara la sensación de que La Rata dominaba por completo la situación. Fueron unos segundos en los que mi conciencia humana se perdió en el interior del animal. Y allí sólo había oscuridad, un universo oscuro de pesadilla, sin salida alguna. Atrapado. Sin voluntad. Perdido.
Al menos hasta que me llegó el grito de Iris. Confuso. Lejano. Y algo estimuló mi naturaleza, algo se arrastró hasta mi médula espinal, hasta el punto de encuentro entre el encéfalo y el sistema nervioso. Como despertar bruscamente. Ella estaba en peligro y La Rata saltaba ya hacia nosotros. No se cómo cogí el palo de la escoba, cómo pude girar la cintura, ladearme lo suficiente, lanzar el brazo hacia delante y acertar con el cuerpo del animal en pleno vuelo. Imagino que el bicho se quedó tan sorprendido como yo. Noté el golpe en la barriga de la rata mientras con la mano izquierda abría la puerta del miniapartamento, la noche entraba sin avisar y La Rata asquerosa huía por aquella entrada, veloz como un grito oscuro.
Me eché contra la puerta a punto de partirla con mi peso. Y luego se hizo un anacrónico silencio. Sabíamos que estábamos solos pero nunca nos sentimos tan solos como en aquella ocasión. Iris temblaba sobre la cama y yo me apliqué en consolarla, regresando una y otra vez al interior de los ojos de la rata, a aquella oscuridad densa, hipnotizante.
Imagino que nos quedamos dormidos sin darnos cuenta, entrelazados, sin pronunciar palabra.
Tal vez en el sueño alguna voz me dijo que el episodio de la Rata no presagiaba nada bueno. Lo cierto es que la mañana siguiente nos llegó un telegrama de mi madre en el que pedía que la llamásemos con urgencia. Cuando lo hicimos, desde una centralita y a cobro revertido, ella me dijo que acababan de declararme prófugo en el ejército, ya que las prórrogas por estudios universitarios me habían vencido. Me rogó que lo tomara muy en serio y fuese de inmediato a una zona de reclutamiento para informar de mi situación. Ella ya había hecho varias llamadas a mandos militares, compañeros de mi padre –por entonces coronel de Infantería al mando del campamento Militar de Araca, en Vitoria- que le prometieron eludir las consecuencias de mi absoluta falta de interés por el Servicio a la Patria. Mi padre y yo no nos hablábamos desde que me fui a vivir con Iris y abandoné mi posible carrera de arquitecto.
Ser hijo de militar en la España de Franco, sin gustarle a uno el ejército, era un anacronismo sanguíneo, imperdonable, al mismo nivel que ser negro, maricón, comunista o apóstata.
-¿Y ahora qué hacemos -me dijo Iris con aquellos ojos grandes a los que el futuro le daba igual siempre que estuviésemos juntos?

A la mañana siguiente, con un cielo gris que presagiaba un día triste, nos acercamos a la Zona de Reclutamiento de la calle Baños. Apenas tardaron unos minutos en localizar mi expediente y menos aún en decirme que tenía una semana exacta para incorporarme a filas. Siete días faltaban para las ocho de la mañana, en que habría de presentarme allí mismo, coger un tren con el resto de mi remplazo (atrasado respecto a mi edad) y viajar a Cerro Muriano, en la provincia de Córdoba.
Aquella noche fuimos a ver el estreno de 2001 Odisea en el espacio, un completo anacronismo respecto a nuestra situación. Nunca he olvidado el largo paseo entre el Cine Palacio Central, en plena calle Sierpes, y nuestra buhardilla de Marqués de Nervión. Por mucho que comentáramos la magnífica película, por muy fuerte que enlazara su cintura, por muchos besos que nos diéramos en aquel largo recorrido, la losa del servicio militar me hundía el cráneo, circulaba por todas y cada una de las sinapsis y los axones de mi cerebro, dejando en blanco todo cuanto atravesaban mis ojos. No era la primera vez que se abría un abismo bajo mis pies ni iba a ser la última.


NOTA AL MARGEN Nº1:
Acabo de cumplir 67 años y estoy escribiendo la historia anterior. Algunos la definirían como autobiografía. Yo sé que ese término es irreal. Nadie puede recordar sucesos pasados, nadie puede re-vivir. Para ello se necesitaría volver a sentir los olores de antaño, visualizar las mil imágenes que acompañan a cada momento vivido, sentir las cientos de sensaciones que aderezan cada instante. Todo eso se pierde en cada instante y mucho más en un recuerdo. Luego lo que pretendemos recordar apenas es un reflejo, una foto estática y gris de lo que realmente (si es que esta palabra puede emplearse con honestidad), ocurrió. Todos los escritores somo mentirosos natos. Todos inventamos historias irreales ya que el presente no existe y, por tanto, no hay lugar desde donde replantearse el pasado y menos aún el futuro. Los seres humanos vivimos una inmensa y permanente mentira sin darnos cuenta.
Piensen conmigo. Sólo sabemos que pensamos. Somos un algo que piensa dentro de un cuerpo que no controlamos en absoluto; millones de células que actúan mecánicamente, obedeciendo a un plan que no hemos trazado y al que es imposible acceder. Dicen que tenemos un cerebro. Lo cierto es que no podemos sentirlo. Parece que pensamos con la cabeza pero es sólo una ilusión ya que en ella se encuentran los sentidos, a través de los cuales detectamos la información de cuanto nos rodea. Somos “algo” desconocido que actúa mediante un cuerpo desconocido que obedece leyes físicas que no controlamos. Creemos que tenemos un “yo” cuando realmente tenemos montones de “yoes”, alguno de los cuales ni se conocen entre sí. Nos han dicho que tenemos una conciencia, en algún lugar desconocido, cuando ya se sabe que cada uno de los dos hemisferios que componen nuestra masa cerebral, tiene una conciencia distinta. Llevamos pegado nuestro particular “ángel de la guarda” del que sólo hemos escuchado leyendas. Y la memoria tal vez no esté situada dentro de nuestro envoltorio sino fuera, en un inconsciente colectivo, del que sólo somos receptores, receptores que se deterioran al paso del tiempo.
Y para colmo, vivimos en un entorno, una empresa, una sociedad, un barrio, una ciudad, una nación, un continente, un planeta, una galaxia, un universo en el que no controlamos absolutamente nada. Todo cuanto ocurre nos viene dado por un mecanismo gigantesco ajeno, o por unas élites oscuras que deciden, a espaldas nuestras, el cómo viviremos, cómo tendremos que actuar, cómo será nuestro mañana. Casi todos somos seres anónimos. E incluso los que parecen llevar la voz cantante, desaparecen antes o después en la nada más absoluta que se extiende bajo los cementerios. Conocemos apenas unos años de mentiras históricas, de interpretaciones tendenciosas de algunos rasguños del pasado. Y somos completamente ciegos ante el futuro más inmediato.
Así que si soy optimista, me engaño; si soy pesimista, me engaño; si sólo creo que soy, me engaño.
FIN DE LA PRIMERA NOTA AL MARGEN.

Aquella fue una semana extraña. Iris y yo nos cogíamos cada minuto de cada hora como si algo tenebroso nos fuera a separar, como si nuestro único deseo, nuestro único futuro (estar juntos), fuese a romperse en mil pedazos. Éramos una pareja extraña en una sociedad que apenas empezaba a vislumbrar el sol tras el muro de cemento de una ideología franquista, en blanco y negro, costumbres cerradas, marcadas a sangre y fuego, en las que no cabía el menor desliz. Mientras ese mismo año, en Iriso, París se había abrasado con el grito de “la imaginación al poder” y miles de jóvenes quisieron romper, por vez primera, sin precedentes, el metálico cubo oscuro formado por los ejércitos, las oligarquías bancarias y las iglesias, aquí en España seguíamos dormidos, aplastados por la rutina del sentido común, y las misas católicas del domingo. Una España donde si querías manifestarte y gritar sólo podías hacerlo en un campo de fútbol.
Cierto que ya había conatos de rebelión; ya habíamos corrido algunas mañanas en la facultad perseguidos por “los grises” a caballo. Yo estaba entonces, antes de ponerme a vivir con Iris, en una residencia de estudiantes, exclusiva para hijos de militares, de la que me echarían a los dos años por liderar una oposición al Coronel que la mandaba. Y mi señor padre me había llamado diez o doce veces advirtiéndome que ni se me ocurriera apoyar aquellas rebeldías, amenazando con las penas del infierno.
Fue una semana haciendo el amor a todas horas y, en los descansos, yéndonos a una cafetería de la Gran Plaza, a pasar las horas leyendo a Hermann Hesse, Siddhartha, el Juego de los Abalorios y los cuentos de Albert Camus. Nunca olvidaré aquellos momentos, el aire de la tarde, la puestas de sol en las grandes avenidas que la silueta de la Giralda partía en dos, el cuerpo de Iris, sus piernas, sus ojos, sus comentarios. A ella le gustaba la literatura por encima de cualquier otro hábito y yo había decidido, por celos tal vez, ser escritor. Curioso sin duda ya que apenas solo había leído, hasta entonces, un par de libros. “Los cipreses creen en Dios” de Gironella y “la Ciudad y los perros” de Vargas Llosa. Pero cuando los ojos de Iris hablaban de libros, yo veía dentro de ellos, un millón de estrellas que no conocía, un abismo que podía separarnos, un lejano agujero negro. Y nunca jamás he eludido un reto.
Había roto mis lazos con la familia (excepto mi madre y mi abuelo), había roto los lazos con mi carrera universitaria, había roto los lazos con los amigos, que vieron lo de Iris como algo tenebroso de lo que era mejor apartarse, había roto los lazos conmigo mismo. ¿Por qué no ser escritor entonces? ¡Benditos veinte años! Me cabía el mundo en uno solo de los bolsillos de la camisa.
Una semana de ocho días donde conseguí que un hermano de mi madre, Raimundo el veterinario, que vivía en Fernán Núñez, un pueblo cercano a Córdoba, casado y con tres hijos, admitiese a Iris como huéspeda hasta que finalizara el período del campamento militar. No me gustaba la idea al cien por cien. Nunca me había llevado demasiado bien con aquel tío carnal. Era de esa clase de hombres que lo saben todo, opinan de todo e ironizan con cuanto se salga de sus estrechos conocimientos. Pero, bueno, era mi única opción para que Iris no regresara con sus padres. Y mi madre estaría cerca con su imagen de mujer bendita con tres hijas más, que siempre, al verme, ponían los ojos como platos. A la mayor yo le llevaba seis años, una galaxia apartada, un territorio sin el menor interés desde que me trasladé a la península, huyendo del cerrado círculo humano de la ciudad de Melilla. Y mi padre estaba en el país vasco jugando con sus soldaditos de plomo.
Una semana de ocho días que pasaron volando y se perdieron atrás, en ese pasado de color amarillento que suelen recoger, al cabo del tiempo, las fotos en blanco y negro. Yo veinte años, Iris dieciocho.


NOTA AL MARGEN Nº2:
Con mis sesenta y siete años me resulta imposible re-vivir aquellos días. Apenas tengo unos flashes agradables de aquellos momentos. ¿Dónde está depositado el resto? ¿Existe acaso ese espacio de almacenamiento? Creo que sí, ya que a través de la hipnosis y otros procedimientos no resulta difícil acceder a él.
Lo que narro entonces ¿tiene algo que ver con lo que ocurrió hace ya cuarenta y cuatro años? Dicen que lo más difícil es conocerse a sí mismo. Yo no tuve tiempo ni recursos para hacerlo a mis veinte años. Y ahora no soy aquel, ni siquiera me parezco.
FIN DE LA SEGUNDA NOTA AL MARGEN.


La llevé en autobús hasta Fernán Núñez y, durante tres días, conviví con mis tíos para que Iris se acostumbrara a sus presencias y a su trato. Me asombra pensar que ella aceptara aquella hospitalidad. Dieciocho años encerrada en casa de sus padres con un control férreo sobre todos sus actos. La mayor de tres hermanas. La segunda la odiaba y era la “preferida de casa”. Colegio de monjas desde la más tierna infancia, medallas de la Virgen, cordones apostólicos, poemas a la madre de Dios, uniforme de las niñas de la Presentación, falda larga, camisa blanca, abotonada hasta el cuello, castidad absoluta, padre dominante hasta extremos ridículos, reyezuelo mediocre de un reino de taifas chiquito, portátil, fácil de aislar. Y allí estaba ella, lejos de todo aquello, en su gran escapada con el novio que vino de Marruecos, casada apenas hacía unos meses, casi de forma anónima.
Nunca me han gustado los pueblos. Me asfixio entre sus cuatro calles y sus límites campestres. Los habitantes de poblaciones pequeñas me parecen extraños, como si en vez de andar, se arrastraran por la tierra, acostumbrados a depender de ella, a arañarla, maldecirla o bendecirla al cincuenta por ciento. Incluso cuando están alegres me parecen esperpentos. Y allí la dejé. Era lo único que tenía, su risa, sus caricias, su voz, su presencia. ¿La dejé a cambio de qué? Mi padre hubiera dicho en tono solemne: “por el deber a la Patria”. Una mierda para la Patria, me repetí mil veces en el trayecto de vuelta a Sevilla.
Yo estaba acostumbrado a viajar solo desde que huí de Melilla. Y sin embargo, en las dos horas que duró aquel autobús, rodando por carreteras de doble sentido, supe que “ir solo” era muy diferente de “estar solo”. Cuando llegué a Sevilla, pasé por el minúsculo apartamento y se me pegaron sus cuatro paredes a los ojos de forma insoportable. Así que me fui al centro, entré en un cine y vi la gran novedad del momento: El Graduado. ¡Qué fácil lo tenían los personajes americanos de aquella época!
Antes de seguir tendré que aclarar cuál había sido hasta entonces mi relación con el ejército.

La tarde estaba gris cuando por fin me dejaron bajar a la calle. Corría el año 1952 y el pavimento era de tierra, con aceras de pequeños adoquines en los que, si se fijaba bien la vista, podían verse caminos extraños, laberintos hacia ninguna parte y cientos de huecos donde esconder mis muñecos de alambre. Aquella tarde me había bajado sólo dos y aunque eran iguales, a mi me parecían dos guerreros distintos, imaginando, en la forma de sus cabezas, unos rostros que sólo existían en mi imaginación. El caballero blanco y el caballero negro. Sentado en el escalón que separaba la calle del portal, los saqué con sumo cuidado. Hacerlos pelear era mi juego preferido. Colocaba uno sobre el otro y empezaba a darles vueltas hasta alcanzar el borde del escalón donde uno de ellos, el de abajo, debía perecer, cayendo sobre la acera. Yo siempre iba a favor del caballero negro. No sé por qué.
Y éste era el que acababa de ganar cuando, al inclinarme para recoger al blanco del precipicio, vi una sombra junto a mis pies, luego un par de zapatos con cordones viejos, y unos calcetines marrón oscuros. Levanté la cabeza y me quedé mirando a un niño de mi edad más o menos, gordito, con el pelo rizado y negro, que me observaba como si yo fuera un marciano.
De golpe escuché su voz sin gustarme mucho el tono.
  • ¿Qué haces -dijo sentándose en el escalón junto a mi?
Y añadió:
  • ¿Y estos alambres para qué los usas?
Me quedé mirándolo, dudando si contestarle.
  • ¿Es que eres tonto -le dije viendo cómo de golpe sus ojos se agrandaban, enrojecían un instante y algo acuoso asomaba por ellos?
  • ¡Son soldados, son mi caballero negro y mi caballero blanco -le solté muy ufano de mis posesiones!
Entonces los ojos se le normalizaron y su boca se abrió de repente y una carcajada le salió entre los dientes, como un escupitinajo.
  • ¿Soldados -dijo-, vaya mierda de soldados -añadió mientras su cuerpo se retorcía y su mano derecha hurgaba en el bolsillo de sus pantalones?
  • -¡Estos son soldados -dijo gritándome a bocajarro, mostrándome dos muñecos de goma increíblemente bellos!
Me dejó mudo. En sus manos había dos guerreros auténticos, con sus uniformes, sus caras, y sus distintivos pintados.
- Éste es un americano -dijo en tono orgulloso-, y éste otro un indio.
Aquellas dos figuras me parecieron lo más bello que se podía desear. Nunca había visto algo similar. Mis padres huían de las pocas tiendas de Melilla cuando dábamos un paseo y mis juguetes eran, como mis soldados de alambre, un noventa por ciento de imaginación y apenas un diez por ciento de materia, casi siempre de papel o cartón, imitando de mala manera aquella enciclopedia heredada de mi abuela materna, “El Tesoro de la Juventud”, en la que mi cerebro se perdía de vez en cuando.
Aquel niño se llamaba Regino y al subir a casa, al atardecer, mientras mis padres cenaban al compás de las noticias “del parte”, en aquella radio chillona de baquelita de color marrón oscuro, les conté lo que me había ocurrido. Me perdí en detalles irreales al describirles la gallardía de los dos muñecos de Regino.
Y cuando creí que mi padre, como de costumbre, no me escuchaba, le oí decir:
  • Mañana te vendrás conmigo al cuartel. Quiero que veas algo.

Mi padre era capitán de Regulares 2, en la ciudad de Nador, más allá de la frontera entre Melilla y Marruecos. Acababa de ascender desde teniente. Nunca me había llevado con él a su trabajo. Así que no recuerdo haber dormido aquella noche. El americano y el indio de Regino se dibujaban constantemente en el techo de mi cuarto, peleándose entre ellos. Y debajo de mi almohada estaban todos mis soldados de alambre, mudos.

Cuando mi madre vino a despertarme, yo estaba profundamente dormido. Pero al recordar los sucesos del día anterior, pegué un salto de la cama, dudando de que fuese verdad la promesa de mi padre. Pero él estaba poniéndose las altas botas negras del uniforma, unas botas cuyo taconea por las escaleras siempre me producían escalofríos.
El uniforme de mi padre era de color vainilla tostada, con una gorra de plato rojo bajo el cual lucían sus recién estrenadas tres estrellas doradas. Mi padre era alto y uniformado, desde mi corta estatura, parecía el mejor de los caballeros posibles. Al menos hasta que uno se fijaba en sus ojos. Mi padre tenía una mirada fría, cruel, demasiado inquietante para mis siete años. Y siempre decía que jamás le pidiese ayuda si alguien me pegaba. Si no era capaz de defenderme solo, mejor que me fuera de este mundo, añadía con un rencor en la voz que yo no comprendí jamás, en aquellos años en los que siempre estuve solo. Tenía una hermanita de un año que no me servía para nada. Y mi madre era un ser mitad humano y mitad sombra, donde era imposible refugiarse. Ella me enseñó, sin palabras, desde mis primeros meses, lo que era el miedo.
Pero nunca me gustó el miedo. Algo en mi interior se rebeló siempre contra esa sensación impotente y estúpida. De alguna forma yo traje al mundo, grabado en mis genes, que era mejor soportar un par de tortas y alguna que otra patada de mi padre, antes que refugiarse en el miedo y torturarse desde su húmeda sombra. Nací desafiante, insolente decía mi progenitor, y eso me añadía siempre un par de bofetadas más en cada riña.
Pero aquella mañana bajé los escalones hasta la calle saltando de dos en dos. Y allí estaba la furgoneta vainilla tostada de techo rojo, que recogía a los oficiales y los llevaba, cada día, al cuartel de Nador.
Los amigos de mi padre siempre me sonreían y me tocaban la cabeza y aquel día, uno de ellos llamado Capitán Curro, me puso su gorra de plato sobre los pelos.
  • Un nuevo capitán de Regulares -dijo y todos los demás oficiales se echaron a reír al unísono. Todos menos mi padre que me quitó la gorra y se la devolvió a su compañero. Aquel gesto empañó los cristales del vehículo y cortó de raíz las risas. La mirada fría de mi padre heló el ambiente en un segundo. Y el resto del trayecto hubo un absoluto silencio que yo no entendí porque aquel Capitán Curro era amigo de mi padre desde jovencitos, allá en Córdoba, y habían estado juntos en la Guerra Civil, codo con codo.
Me llamó la atención el paso por la frontera. Éramos una pequeña fuerza invasora penetrando en una nación diferente. Yo nunca había llegado tan lejos. Y vi cómo los soldados marroquíes se regodeaban en los trámites -pese a ser diarios-, y cómo los oficiales españoles los miraban como un león debe contemplar a un cervatillo.
Rodeamos el monte Gurugú y al cabo de media hora aparecieron las tapias del cuartel, blancas sobre la tierra parda, y la entrada solemne donde ondeaba una bandera de España sobre un enorme letrero de “todo por la Patria”. La furgoneta paró en el cuerpo de guardia donde varios soldados con uniforme y capa estaban tiesos como estacas, con los fusiles en posición de firme. Si alguno de ellos hubiese llevado torcida la faja roja que le apretaba el vientre los fríos ojos de mi padre se hubieran dado cuenta. Sentí pena por aquellos soldaditos de color vainilla tostada. Sus miradas me parecieron tan vacías como las de las estatuas.
A media mañana mi padre que me había dejado solo detrás de una mesa con varios “deberes” por hacer, me presentó al Teniente Coronel Rivas. Jamás he olvidado a aquel hombre y aquel nombre. Me pareció el hombre más inteligente que mis cortos años habían visto. Su mirada (está claro que me obsesionaban las miradas desde pequeño), hablaba de mundos extraños donde el honor y el valor se anteponían a cualquier vulgaridad mundana. Pensé, a los cinco minutos de estar en su presencia, que era una pena que no fuera él mi padre. Y en determinado momento me cogió de la mano y me guió, los dos solos, hacia un laberinto de pasillos y puertas. Luego se paró ante una que tenía labrados en su madrea varios escudos de armas, como de la edad media. La abrió con solemnidad, me miró y dijo:
  • Puedes jugar aquí todo el día.
Lo que vieron mis ojos fue para caerse al suelo o para restregarse los ojos comprobando si estaba dormido o despierto. Ante mi se abría una sala enorme con las paredes cubiertas de armas y banderas. Y en el centro, encima de gigantescas tablas sobre caballetes, cientos de soldaditos de plomo cubrían los campos de una gigantesca batalla. La imaginación de un niño de siete años jamás pudo adivinar que existiera algo semejante. Cuando quise darme cuenta, la puerta a mis espaldas se había cerrado y estaba solo, dueño y señor de aquel universo de guerra. Lo primero que pensé fue en Regino y sus dos ridículos muñecos de goma. ¡Si me hubiera visto!
Aquella debió ser mi primera impresión del Ejército, del poder que representaba aquel conjunto uniforme, disciplinado, cuadriculado. Me fui acercando poco a poco al escenario intentando que cada rostro de soldadito, cada gesto, cada pierna en actitud de avance, cada cañón, cada caballo, cada bandera, se quedase guardada en mi retina. Me impresionó la homogeneidad, el orden increíble que cada compañía, cada batallón, cada división cumplía sobre el terreno. De repente el silencio denso de aquella sala se pobló con una melodía castrense que algunas veces yo había oído tararear a mi padre. Y en mi imaginación, todo aquel conjunto se puso en marcha. Los generales empezaron a dar órdenes, los mensajeros a caballo corrían de un lado a otro, alcanzando los diversos puestos de mando, donde coroneles gesticulaban acatando planes de ataque que transmitían a sus subordinados. Y los soldados, todos en masa, se movieron de un lado para otro, buscando posiciones diferentes en las que el enemigo, completamente invisible, no tuviera la menor opción.
No me di la menor cuenta de que el tiempo pasaba hasta que, de golpe, la puerta de la sala se abrió, unas botas con espuelas resonaron en el entarimado del suelo, y vi a mi padre, con los ojos abiertos como platos, observando en silencio el enorme desaguisado, el tremendo desorden que su hijo había provocado en aquel supuesto campo de batalla. Yo no había dejado un solo muñeco en su lugar de origen. Los ojos de mi padre, fríos como el hielo, me vieron. Su cuerpo se puso en movimiento y supe, al instante, que se venía hacia mí para darme la paliza más grande que sus músculos fueran capaces. Quedé paralizado, sin saber dónde esconderme. Y como tantas otras veces decidí enfrentarme a lo que llegaba, sin mostrar ningún miedo.
Cuando la mano de mi padre se alzó ante mis ojos, en un gesto inequívoco, alguien entró riéndose. Nunca olvidaré aquella carcajada rompiendo el aire y paralizando la bofetada a escasos centímetros de mi cara. El Teniente Coronel Rivas avanzó hacia nosotros sin dejar de reírse.
-Capitán -dijo sin dejar de reírse-, su hijo es un fuera de serie. Ha destrozado en apenas tres horas toda la estrategia del General O'Donell en la batalla de Wad-Ras.
Luego me cogió de una mano y dijo que me llevaba a almorzar con él. Y mientras andábamos, comentó en voz alta para que mi padre lo escuchara: “Hijo, estaba hasta las narices de ver siempre igual ese campo de batalla. Me has hecho un gran favor”.
En el comedor de oficiales, me senté en una mesa junto al Teniente Coronel, presidiendo el resto del habitáculo, donde mi padre y los demás mandos comían en silencio. Aquel hombre me habló de su niñez y estuvo todo el almuerzo preguntándome con interés cosas del colegio. Me pregunté mil veces si podía cambiar de padre. Intercambié miradas con el mío, con la gélida mirada de aquel capitán de Regulares.
-¿Qué piensas -me dijo mi compañero de mesa cuando dio la orden de que me pusieran delante doble ración de postre?
Y las palabras me salieron sin pensarlas o tal vez porque eran las únicas en las llevaba todo el almuerzo pensando.
-En la paliza que me va a dar mi padre cuando lleguemos a casa.
Y de nuevo, una solemne carcajada brotó de los labios de aquel militar.
-Intentaremos que eso no ocurra -dijo en un susurro, sin parar de reírse-.

Aquella noche, en mi cama, sin que mi padre me hubiera dicho la más pequeña frase o referencia a lo ocurrido, absorbí por cada poro de mi cuerpo lo que me pareció que podía ser el ejército. Rememoré el olor de las compañías, las miradas vacías de los soldados que saludaban a mi padre, rígidos, al cruzarse, la suciedad de los marroquíes que exhalaban un perfume dulzón desde sus ropas rozadas y oscuras, el pestazo de las caballerizas. Y me quedé dormido sintiendo que mi ejército de soldados de alambre ya no estaba bajo la almohada y, en su lugar, montaban guardia dos soldaditos de plomo, un General a caballo y un Teniente Coronel de espada en ristre, que habían viajado en mis bolsillos sin que nadie lo supiera. ¡Menuda cara iba a poner el tonto de Regino cuando se los enseñara!

NOTA AL MARGEN Nº3:
¿Fue éste el primer hecho a través del cual obtuve un primer juicio de lo que podía ser el ejército? Creo que no. Hace tiempo que descubrí que los seres humanos corrientes no tenemos la menor posibilidad de planificar nuestros actos y de analizar nuestros juicios. “Todo ocurre”. Se que es difícil de entender esta frase. “Todo nos ocurre sin la menor intervención de eso que llamamos “yo” que, por otra parte, no tiene la menor existencia real, el menor sentido.
De todas formas quiero saltarme a la torera mis propias convicciones. Así que debo seguir aquella historia...
FIN DE LA TERCERA NOTA AL MARGEN.


La mañana volvía a estar gris cuando desemboqué en la calle Baños, a las siete y media. ¿Dormiría Iris en aquel momento, rodeada de muebles extraños, un cuarto frío, en una casa de pueblo que pretendía imitar a un piso de ciudad, rodeada por dos niños pequeños y un matrimonio anónimo? Sólo pensaba en ella cuando llegué al portón de la Caja de Reclutas y vi un centenar de jóvenes variopintos con caras de mosqueo.







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