Buscando
la voz que grita
Dedico
esta novela a
PIERRE-ALEXANDRE
SKOVSKI (1919 – 1940), escritor de padre ruso y madre suiza, fue un
modelo de precocidad en todos los campos. A los nueve años se fugó
y pasó cuatro meses errando por los caminos de Europa antes de que
los gendarmes lo arrestaran y devolvieran al domicilio familiar. A
los trece años especuló en bolsa, ganó una fortuna y compró
veinte hectáreas de viñas que no tardó en devastar la filoxera. A
los quince tuvo dos hijos: el primero murió en el parto, al mismo
tiempo que la madre; y el segundo, nacido de una mujer frívola casi
menopáusica, nació idiota y desprovisto del brazo izquierdo. A los
dieciséis redactó su autobiografía, Un
joven apremiado. De
los diecisiete a los diecinueve escribió seis novelas –dos de
ellas en ruso-, se casó, se divorció, pasó seis meses en la cárcel
por estafa, se convirtió al catolicismo y perdió un ojo en un
accidente ecuestre. A los veinte años quemó todos sus manuscritos,
los reescribió y volvió a quemarlos; sólo se salvó la segunda
versión de Un joven
apremiado. Un año más
tarde se pegó un tiro en la cabeza después de haber garabateado
estas palabras en un rincón del escritorio: “He vivido mucho; me
estoy haciendo viejo. Me voy”.
Escritor
irreal creado por Bernard Quiriny
Siempre que empiezo una
novela, recuerdo aquel diálogo de los hermanos Marx:
- Oye, en la casa de al lado hay un tesoro.
- Pero, si al lado no hay ninguna casa...
- Está bien, ¡construyamos una!
Buscando
la voz que grita
"Los
generales mueren siempre en la cama."
"Para
tener buenos soldados, una nación debe estar siempre en guerra."
Napoleón
"Un
soldado es un anacronismo del que debemos desembarazarnos."
Bernard
Shaw
"El
ejército entiende mejor la idea de la gloria que la idea de la
libertad." Condesa
de Ségur
“La
imprenta es un ejército de 26 soldados de plomo con el que se puede
conquistar el mundo.” Johann
Gutenberg
“No
se puede conquistar una idea con un ejército.”
Thomas
Paine
“¿Pueden
implantarse memorias en el ser humano de tal modo que las conciencias
en cuestión no tengan manera de saber objetivamente que en realidad
no “experimentaron” esos sucesos de primera mano?” Anthony
Peake
Acabo de cumplir sesenta
y siete años y me siento muy solo. Tengo una mujer con la que
convivo desde hace más de cuarenta años, tengo tres hijos, incluso
tengo una nieta. Pero estoy solo. Ya sé que los que aspiran a una
vida normal (6.706.992.932
habitantes, todos los que hay sobre la tierra ahora mismo),
no lo van a entender. Mi familia
tampoco lo entiende, ni mis amigos con los que nada hablo más allá
de las incidencias de un partido de tenis.
Estoy solo y quiero saber
por qué. He leído más de tres mi libros buscando respuestas a lo
que me ocurre. Ficciones, ensayos, ciencia, religiones... He escrito
dieciocho obras escarbando en mis entrañas una pista que me lleve a
alguna posición cierta. Y sólo he descubierto que nací en el lugar
equivocado y al menos quinientos años antes del tiempo que me
corresponde.
Apenas
hacía unos minutos que ella se había dormido. Los ruidos de la
calle cercana se apagaban poco a poco, pese a que nuestra pequeña
ventana estaba abierta y por debajo de la puerta, una puerta barata
pintada de verde, fluía el aire del invierno a sus anchas. Ella
siempre ha tenido la facultad de dormirse nada más entrar en la
cama, darme un beso y girarse hacia su lado. Duerme a mi derecha. En
apenas segundos su respiración rasgaba el aire, y un ritmo armónico
comenzaba a silbar entre sus dientes y sus labios medio abiertos. Me
encantaba contemplarla en esos momentos, mientras el sueño fluía
hacia mi conciencia. Siempre me ha costado dormirme y una de mis
obsesiones es perseguir el instante único en que cruzo la frontera
entre la realidad y el sueño. Nunca lo he conseguido. A veces,
cuando despierto en la mañana siguiente, me pregunto cuándo crucé
la línea pero está claro que mis neuronas no guardan memoria de
ello o no quieren darme la menor pista.
Nuestra
buhardilla apenas tenía nueve metros cuadrados y esos incluían un
dormitorio desplegable, una mini cocina bajo la ventana, un armario
empotrado y un minúsculo cuarto de aseo. No necesitábamos ni un
centímetro más para sentirnos en el centro del universo.
Aquella
noche un extraño ruido quebró la contemplación de su cuerpo. Miré
distraído hacia la ventana ridícula de la ridícula cocina y vi una
enorme rata sobre el hornillo eléctrico, gigantesca, recortando su
perfil ante el claroscuro del cielo. El ventanuco era nuestro único
pasillo de ventilación pese al riesgo de visitas indeseables. Muchas
noches oíamos cómo las ratas gritaban mordiéndose unas a otras.
Siempre
he tenido terror a las ratas, me asquean las cucarachas e imagino
que, ante una serpiente de mediano tamaño, sería hombre muerto. No
recuerdo cómo salté de la cama, ¿en qué instante Iris se
despertó? O cómo llegué hasta el interruptor de la luz y accioné
la palanquita. La rata era mayor aún a plena luz. Y Iris se había
colocado de rodillas sobre la colcha, en el extremo más distante del
colchón y nos miraba a mí y a la rata como si fuéramos figuras de
su sueño roto.
Probablemente
era el momento de actuar como un hombrecito.
Estábamos
en 1968, en la España martillo de herejes y de los tebeos de
Acciones Bélicas. Paris comenzaba de nuevo a ser una fiesta lejana,
aunque aquí aún no sabíamos que Roberto Alcázar y Pedrín eran
rematadamente gays y los famosos luchadores por la libertad, los de
izquierda de toda la vida, que luego han aparecido en tropel, estaban
escondidos o terminando sus carreras universitarias a costa de los
esfuerzos de papá, papás franquistas la mayoría de ellos.
Fue en
ese preciso instante cuando vi, por primera vez, el Mal, diferente
por supuesto a cuanto me habían inculcado los curas de Los Hermanos
de la Salle, entre cuya inmensa incultura desperdicié mi infancia y
adolescencia. Los ojos de la rata, su mirada, su pose a punto de
saltar, hicieron que todas y cada una de mis neuronas reconocieran
algo más allá de lo humano, y un terror ciego, sin la menor
posibilidad de razonamiento, me atornillara los pies al suelo,
agarrotara mis rodillas, y me gritara la sensación de que La Rata
dominaba por completo la situación. Fueron unos segundos en los que
mi conciencia humana se perdió en el interior del animal. Y allí
sólo había oscuridad, un universo oscuro de pesadilla, sin salida
alguna. Atrapado. Sin voluntad. Perdido.
Al
menos hasta que me llegó el grito de Iris. Confuso. Lejano. Y algo
estimuló mi naturaleza, algo se arrastró hasta mi médula espinal,
hasta el punto de encuentro entre el encéfalo y el sistema nervioso.
Como despertar bruscamente. Ella estaba en peligro y La Rata saltaba
ya hacia nosotros. No se cómo cogí el palo de la escoba, cómo pude
girar la cintura, ladearme lo suficiente, lanzar el brazo hacia
delante y acertar con el cuerpo del animal en pleno vuelo. Imagino
que el bicho se quedó tan sorprendido como yo. Noté el golpe en la
barriga de la rata mientras con la mano izquierda abría la puerta
del miniapartamento, la noche entraba sin avisar y La Rata asquerosa
huía por aquella entrada, veloz como un grito oscuro.
Me
eché contra la puerta a punto de partirla con mi peso. Y luego se
hizo un anacrónico silencio. Sabíamos que estábamos solos pero
nunca nos sentimos tan solos como en aquella ocasión. Iris temblaba
sobre la cama y yo me apliqué en consolarla, regresando una y otra
vez al interior de los ojos de la rata, a aquella oscuridad densa,
hipnotizante.
Imagino
que nos quedamos dormidos sin darnos cuenta, entrelazados, sin
pronunciar palabra.
Tal
vez en el sueño alguna voz me dijo que el episodio de la Rata no
presagiaba nada bueno. Lo cierto es que la mañana siguiente nos
llegó un telegrama de mi madre en el que pedía que la llamásemos
con urgencia. Cuando lo hicimos, desde una centralita y a cobro
revertido, ella me dijo que acababan de declararme prófugo en el
ejército, ya que las prórrogas por estudios universitarios me
habían vencido. Me rogó que lo tomara muy en serio y fuese de
inmediato a una zona de reclutamiento para informar de mi situación.
Ella ya había hecho varias llamadas a mandos militares, compañeros
de mi padre –por entonces coronel de Infantería al mando del
campamento Militar de Araca, en Vitoria- que le prometieron eludir
las consecuencias de mi absoluta falta de interés por el Servicio a
la Patria. Mi padre y yo no nos hablábamos desde que me fui a vivir
con Iris y abandoné mi posible carrera de arquitecto.
Ser
hijo de militar en la España de Franco, sin gustarle a uno el
ejército, era un anacronismo sanguíneo, imperdonable, al mismo
nivel que ser negro, maricón, comunista o apóstata.
-¿Y
ahora qué hacemos -me dijo Iris con aquellos ojos grandes a los que
el futuro le daba igual siempre que estuviésemos juntos?
A la
mañana siguiente, con un cielo gris que presagiaba un día triste,
nos acercamos a la Zona de Reclutamiento de la calle Baños. Apenas
tardaron unos minutos en localizar mi expediente y menos aún en
decirme que tenía una semana exacta para incorporarme a filas. Siete
días faltaban para las ocho de la mañana, en que habría de
presentarme allí mismo, coger un tren con el resto de mi remplazo
(atrasado respecto a mi edad) y viajar a Cerro Muriano, en la
provincia de Córdoba.
Aquella
noche fuimos a ver el estreno de 2001 Odisea en el espacio, un
completo anacronismo respecto a nuestra situación. Nunca he olvidado
el largo paseo entre el Cine Palacio Central, en plena calle Sierpes,
y nuestra buhardilla de Marqués de Nervión. Por mucho que
comentáramos la magnífica película, por muy fuerte que enlazara su
cintura, por muchos besos que nos diéramos en aquel largo recorrido,
la losa del servicio militar me hundía el cráneo, circulaba por
todas y cada una de las sinapsis y los axones de mi cerebro, dejando
en blanco todo cuanto atravesaban mis ojos. No era la primera vez que
se abría un abismo bajo mis pies ni iba a ser la última.
NOTA AL MARGEN Nº1:
Acabo de cumplir 67 años y
estoy escribiendo la historia anterior. Algunos la definirían como
autobiografía. Yo sé que ese término es irreal. Nadie puede
recordar sucesos pasados, nadie puede re-vivir. Para ello se
necesitaría volver a sentir los olores de antaño, visualizar las
mil imágenes que acompañan a cada momento vivido, sentir las
cientos de sensaciones que aderezan cada instante. Todo eso se pierde
en cada instante y mucho más en un recuerdo. Luego lo que
pretendemos recordar apenas es un reflejo, una foto estática y gris
de lo que realmente (si es que esta palabra puede emplearse con
honestidad), ocurrió. Todos los escritores somo mentirosos natos.
Todos inventamos historias irreales ya que el presente no existe y,
por tanto, no hay lugar desde donde replantearse el pasado y menos
aún el futuro. Los seres humanos vivimos una inmensa y permanente
mentira sin darnos cuenta.
Piensen conmigo. Sólo sabemos
que pensamos. Somos un algo que piensa dentro de un cuerpo que no
controlamos en absoluto; millones de células que actúan
mecánicamente, obedeciendo a un plan que no hemos trazado y al que
es imposible acceder. Dicen que tenemos un cerebro. Lo cierto es que
no podemos sentirlo. Parece que pensamos con la cabeza pero es sólo
una ilusión ya que en ella se encuentran los sentidos, a través de
los cuales detectamos la información de cuanto nos rodea. Somos
“algo” desconocido que actúa mediante un cuerpo desconocido que
obedece leyes físicas que no controlamos. Creemos que tenemos un
“yo” cuando realmente tenemos montones de “yoes”, alguno de
los cuales ni se conocen entre sí. Nos han dicho que tenemos una
conciencia, en algún lugar desconocido, cuando ya se sabe que cada
uno de los dos hemisferios que componen nuestra masa cerebral, tiene
una conciencia distinta. Llevamos pegado nuestro particular “ángel
de la guarda” del que sólo hemos escuchado leyendas. Y la memoria
tal vez no esté situada dentro de nuestro envoltorio sino fuera, en
un inconsciente colectivo, del que sólo somos receptores, receptores
que se deterioran al paso del tiempo.
Y para colmo, vivimos en un
entorno, una empresa, una sociedad, un barrio, una ciudad, una
nación, un continente, un planeta, una galaxia, un universo en el
que no controlamos absolutamente nada. Todo cuanto ocurre nos viene
dado por un mecanismo gigantesco ajeno, o por unas élites oscuras
que deciden, a espaldas nuestras, el cómo viviremos, cómo tendremos
que actuar, cómo será nuestro mañana. Casi todos somos seres
anónimos. E incluso los que parecen llevar la voz cantante,
desaparecen antes o después en la nada más absoluta que se extiende
bajo los cementerios. Conocemos apenas unos años de mentiras
históricas, de interpretaciones tendenciosas de algunos rasguños
del pasado. Y somos completamente ciegos ante el futuro más
inmediato.
Así que si soy optimista, me
engaño; si soy pesimista, me engaño; si sólo creo que soy, me
engaño.
FIN
DE LA PRIMERA NOTA AL MARGEN.
Aquella
fue una semana extraña. Iris y yo nos cogíamos cada minuto de cada
hora como si algo tenebroso nos fuera a separar, como si nuestro
único deseo, nuestro único futuro (estar juntos), fuese a romperse
en mil pedazos. Éramos una pareja extraña en una sociedad que
apenas empezaba a vislumbrar el sol tras el muro de cemento de una
ideología franquista, en blanco y negro, costumbres cerradas,
marcadas a sangre y fuego, en las que no cabía el menor desliz.
Mientras ese mismo año, en Iriso, París se había abrasado con el
grito de “la imaginación al poder” y miles de jóvenes quisieron
romper, por vez primera, sin precedentes, el metálico cubo oscuro
formado por los ejércitos, las oligarquías bancarias y las
iglesias, aquí en España seguíamos dormidos, aplastados por la
rutina del sentido común, y las misas católicas del domingo. Una
España donde si querías manifestarte y gritar sólo podías hacerlo
en un campo de fútbol.
Cierto
que ya había conatos de rebelión; ya habíamos corrido algunas
mañanas en la facultad perseguidos por “los grises” a caballo.
Yo estaba entonces, antes de ponerme a vivir con Iris, en una
residencia de estudiantes, exclusiva para hijos de militares, de la
que me echarían a los dos años por liderar una oposición al
Coronel que la mandaba. Y mi señor padre me había llamado diez o
doce veces advirtiéndome que ni se me ocurriera apoyar aquellas
rebeldías, amenazando con las penas del infierno.
Fue
una semana haciendo el amor a todas horas y, en los descansos,
yéndonos a una cafetería de la Gran Plaza, a pasar las horas
leyendo a Hermann Hesse, Siddhartha, el Juego de los Abalorios y los
cuentos de Albert Camus. Nunca olvidaré aquellos momentos, el aire
de la tarde, la puestas de sol en las grandes avenidas que la silueta
de la Giralda partía en dos, el cuerpo de Iris, sus piernas, sus
ojos, sus comentarios. A ella le gustaba la literatura por encima de
cualquier otro hábito y yo había decidido, por celos tal vez, ser
escritor. Curioso sin duda ya que apenas solo había leído, hasta
entonces, un par de libros. “Los cipreses creen en Dios” de
Gironella y “la Ciudad y los perros” de Vargas Llosa. Pero cuando
los ojos de Iris hablaban de libros, yo veía dentro de ellos, un
millón de estrellas que no conocía, un abismo que podía
separarnos, un lejano agujero negro. Y nunca jamás he eludido un
reto.
Había
roto mis lazos con la familia (excepto mi madre y mi abuelo), había
roto los lazos con mi carrera universitaria, había roto los lazos
con los amigos, que vieron lo de Iris como algo tenebroso de lo que
era mejor apartarse, había roto los lazos conmigo mismo. ¿Por qué
no ser escritor entonces? ¡Benditos veinte años! Me cabía el mundo
en uno solo de los bolsillos de la camisa.
Una
semana de ocho días donde conseguí que un hermano de mi madre,
Raimundo el veterinario, que vivía en Fernán Núñez, un pueblo
cercano a Córdoba, casado y con tres hijos, admitiese a Iris como
huéspeda hasta que finalizara el período del campamento militar. No
me gustaba la idea al cien por cien. Nunca me había llevado
demasiado bien con aquel tío carnal. Era de esa clase de hombres que
lo saben todo, opinan de todo e ironizan con cuanto se salga de sus
estrechos conocimientos. Pero, bueno, era mi única opción para que
Iris no regresara con sus padres. Y mi madre estaría cerca con su
imagen de mujer bendita con tres hijas más, que siempre, al verme,
ponían los ojos como platos. A la mayor yo le llevaba seis años,
una galaxia apartada, un territorio sin el menor interés desde que
me trasladé a la península, huyendo del cerrado círculo humano de
la ciudad de Melilla. Y mi padre estaba en el país vasco jugando con
sus soldaditos de plomo.
Una
semana de ocho días que pasaron volando y se perdieron atrás, en
ese pasado de color amarillento que suelen recoger, al cabo del
tiempo, las fotos en blanco y negro. Yo veinte años, Iris dieciocho.
NOTA AL MARGEN Nº2:
Con mis sesenta y siete años me
resulta imposible re-vivir aquellos días. Apenas tengo unos flashes
agradables de aquellos momentos. ¿Dónde está depositado el resto?
¿Existe acaso ese espacio de almacenamiento? Creo que sí, ya que a
través de la hipnosis y otros procedimientos no resulta difícil
acceder a él.
Lo que narro entonces ¿tiene
algo que ver con lo que ocurrió hace ya cuarenta y cuatro años?
Dicen que lo más difícil es conocerse a sí mismo. Yo no tuve
tiempo ni recursos para hacerlo a mis veinte años. Y ahora no soy
aquel, ni siquiera me parezco.
FIN DE LA SEGUNDA NOTA AL
MARGEN.
La llevé en autobús hasta
Fernán Núñez y, durante tres días, conviví con mis tíos para
que Iris se acostumbrara a sus presencias y a su trato. Me asombra
pensar que ella aceptara aquella hospitalidad. Dieciocho años
encerrada en casa de sus padres con un control férreo sobre todos
sus actos. La mayor de tres hermanas. La segunda la odiaba y era la
“preferida de casa”. Colegio de monjas desde la más tierna
infancia, medallas de la Virgen, cordones apostólicos, poemas a la
madre de Dios, uniforme de las niñas de la Presentación, falda
larga, camisa blanca, abotonada hasta el cuello, castidad absoluta,
padre dominante hasta extremos ridículos, reyezuelo mediocre de un
reino de taifas chiquito, portátil, fácil de aislar. Y allí estaba
ella, lejos de todo aquello, en su gran escapada con el novio que
vino de Marruecos, casada apenas hacía unos meses, casi de forma
anónima.
Nunca me han gustado los
pueblos. Me asfixio entre sus cuatro calles y sus límites
campestres. Los habitantes de poblaciones pequeñas me parecen
extraños, como si en vez de andar, se arrastraran por la tierra,
acostumbrados a depender de ella, a arañarla, maldecirla o
bendecirla al cincuenta por ciento. Incluso cuando están alegres me
parecen esperpentos. Y allí la dejé. Era lo único que tenía, su
risa, sus caricias, su voz, su presencia. ¿La dejé a cambio de qué?
Mi padre hubiera dicho en tono solemne: “por el deber a la Patria”.
Una mierda para la Patria, me repetí mil veces en el trayecto de
vuelta a Sevilla.
Yo estaba acostumbrado a viajar
solo desde que huí de Melilla. Y sin embargo, en las dos horas que
duró aquel autobús, rodando por carreteras de doble sentido, supe
que “ir solo” era muy diferente de “estar solo”. Cuando
llegué a Sevilla, pasé por el minúsculo apartamento y se me
pegaron sus cuatro paredes a los ojos de forma insoportable. Así que
me fui al centro, entré en un cine y vi la gran novedad del momento:
El Graduado. ¡Qué fácil lo tenían los personajes americanos de
aquella época!
Antes de seguir tendré que
aclarar cuál había sido hasta entonces mi relación con el
ejército.
La
tarde estaba gris cuando por fin me dejaron bajar a la calle. Corría
el año 1952 y el pavimento era de tierra, con aceras de pequeños
adoquines en los que, si se fijaba bien la vista, podían verse
caminos extraños, laberintos hacia ninguna parte y cientos de huecos
donde esconder mis muñecos de alambre. Aquella tarde me había
bajado sólo dos y aunque eran iguales, a mi me parecían dos
guerreros distintos, imaginando, en la forma de sus cabezas, unos
rostros que sólo existían en mi imaginación. El caballero blanco y
el caballero negro. Sentado en el escalón que separaba la calle del
portal, los saqué con sumo cuidado. Hacerlos pelear era mi juego
preferido. Colocaba uno sobre el otro y empezaba a darles vueltas
hasta alcanzar el borde del escalón donde uno de ellos, el de abajo,
debía perecer, cayendo sobre la acera. Yo siempre iba a favor del
caballero negro. No sé por qué.
Y éste
era el que acababa de ganar cuando, al inclinarme para recoger al
blanco del precipicio, vi una sombra junto a mis pies, luego un par
de zapatos con cordones viejos, y unos calcetines marrón oscuros.
Levanté la cabeza y me quedé mirando a un niño de mi edad más o
menos, gordito, con el pelo rizado y negro, que me observaba como si
yo fuera un marciano.
De golpe
escuché su voz sin gustarme mucho el tono.
- ¿Qué haces -dijo sentándose en el escalón junto a mi?
Y añadió:
- ¿Y estos alambres para qué los usas?
Me quedé
mirándolo, dudando si contestarle.
- ¿Es que eres tonto -le dije viendo cómo de golpe sus ojos se agrandaban, enrojecían un instante y algo acuoso asomaba por ellos?
- ¡Son soldados, son mi caballero negro y mi caballero blanco -le solté muy ufano de mis posesiones!
Entonces
los ojos se le normalizaron y su boca se abrió de repente y una
carcajada le salió entre los dientes, como un escupitinajo.
- ¿Soldados -dijo-, vaya mierda de soldados -añadió mientras su cuerpo se retorcía y su mano derecha hurgaba en el bolsillo de sus pantalones?
- -¡Estos son soldados -dijo gritándome a bocajarro, mostrándome dos muñecos de goma increíblemente bellos!
Me dejó
mudo. En sus manos había dos guerreros auténticos, con sus
uniformes, sus caras, y sus distintivos pintados.
- Éste es
un americano -dijo en tono orgulloso-, y éste otro un indio.
Aquellas
dos figuras me parecieron lo más bello que se podía desear. Nunca
había visto algo similar. Mis padres huían de las pocas tiendas de
Melilla cuando dábamos un paseo y mis juguetes eran, como mis
soldados de alambre, un noventa por ciento de imaginación y apenas
un diez por ciento de materia, casi siempre de papel o cartón,
imitando de mala manera aquella enciclopedia heredada de mi abuela
materna, “El Tesoro de la Juventud”, en la que mi cerebro se
perdía de vez en cuando.
Aquel niño
se llamaba Regino y al subir a casa, al atardecer, mientras mis
padres cenaban al compás de las noticias “del parte”, en aquella
radio chillona de baquelita de color marrón oscuro, les conté lo
que me había ocurrido. Me perdí en detalles irreales al
describirles la gallardía de los dos muñecos de Regino.
Y cuando
creí que mi padre, como de costumbre, no me escuchaba, le oí decir:
- Mañana te vendrás conmigo al cuartel. Quiero que veas algo.
Mi padre
era capitán de Regulares 2, en la ciudad de Nador, más allá de la
frontera entre Melilla y Marruecos. Acababa de ascender desde
teniente. Nunca me había llevado con él a su trabajo. Así que no
recuerdo haber dormido aquella noche. El americano y el indio de
Regino se dibujaban constantemente en el techo de mi cuarto,
peleándose entre ellos. Y debajo de mi almohada estaban todos mis
soldados de alambre, mudos.
Cuando mi
madre vino a despertarme, yo estaba profundamente dormido. Pero al
recordar los sucesos del día anterior, pegué un salto de la cama,
dudando de que fuese verdad la promesa de mi padre. Pero él estaba
poniéndose las altas botas negras del uniforma, unas botas cuyo
taconea por las escaleras siempre me producían escalofríos.
El
uniforme de mi padre era de color vainilla tostada, con una gorra de
plato rojo bajo el cual lucían sus recién estrenadas tres estrellas
doradas. Mi padre era alto y uniformado, desde mi corta estatura,
parecía el mejor de los caballeros posibles. Al menos hasta que uno
se fijaba en sus ojos. Mi padre tenía una mirada fría, cruel,
demasiado inquietante para mis siete años. Y siempre decía que
jamás le pidiese ayuda si alguien me pegaba. Si no era capaz de
defenderme solo, mejor que me fuera de este mundo, añadía con un
rencor en la voz que yo no comprendí jamás, en aquellos años en
los que siempre estuve solo. Tenía una hermanita de un año que no
me servía para nada. Y mi madre era un ser mitad humano y mitad
sombra, donde era imposible refugiarse. Ella me enseñó, sin
palabras, desde mis primeros meses, lo que era el miedo.
Pero nunca
me gustó el miedo. Algo en mi interior se rebeló siempre contra esa
sensación impotente y estúpida. De alguna forma yo traje al mundo,
grabado en mis genes, que era mejor soportar un par de tortas y
alguna que otra patada de mi padre, antes que refugiarse en el miedo
y torturarse desde su húmeda sombra. Nací desafiante, insolente
decía mi progenitor, y eso me añadía siempre un par de bofetadas
más en cada riña.
Pero
aquella mañana bajé los escalones hasta la calle saltando de dos en
dos. Y allí estaba la furgoneta vainilla tostada de techo rojo, que
recogía a los oficiales y los llevaba, cada día, al cuartel de
Nador.
Los amigos
de mi padre siempre me sonreían y me tocaban la cabeza y aquel día,
uno de ellos llamado Capitán Curro, me puso su gorra de plato sobre
los pelos.
- Un nuevo capitán de Regulares -dijo y todos los demás oficiales se echaron a reír al unísono. Todos menos mi padre que me quitó la gorra y se la devolvió a su compañero. Aquel gesto empañó los cristales del vehículo y cortó de raíz las risas. La mirada fría de mi padre heló el ambiente en un segundo. Y el resto del trayecto hubo un absoluto silencio que yo no entendí porque aquel Capitán Curro era amigo de mi padre desde jovencitos, allá en Córdoba, y habían estado juntos en la Guerra Civil, codo con codo.
Me llamó
la atención el paso por la frontera. Éramos una pequeña fuerza
invasora penetrando en una nación diferente. Yo nunca había llegado
tan lejos. Y vi cómo los soldados marroquíes se regodeaban en los
trámites -pese a ser diarios-, y cómo los oficiales españoles los
miraban como un león debe contemplar a un cervatillo.
Rodeamos
el monte Gurugú y al cabo de media hora aparecieron las tapias del
cuartel, blancas sobre la tierra parda, y la entrada solemne donde
ondeaba una bandera de España sobre un enorme letrero de “todo por
la Patria”. La furgoneta paró en el cuerpo de guardia donde varios
soldados con uniforme y capa estaban tiesos como estacas, con los
fusiles en posición de firme. Si alguno de ellos hubiese llevado
torcida la faja roja que le apretaba el vientre los fríos ojos de mi
padre se hubieran dado cuenta. Sentí pena por aquellos soldaditos de
color vainilla tostada. Sus miradas me parecieron tan vacías como
las de las estatuas.
A media
mañana mi padre que me había dejado solo detrás de una mesa con
varios “deberes” por hacer, me presentó al Teniente Coronel
Rivas. Jamás he olvidado a aquel hombre y aquel nombre. Me pareció
el hombre más inteligente que mis cortos años habían visto. Su
mirada (está claro que me obsesionaban las miradas desde pequeño),
hablaba de mundos extraños donde el honor y el valor se anteponían
a cualquier vulgaridad mundana. Pensé, a los cinco minutos de estar
en su presencia, que era una pena que no fuera él mi padre. Y en
determinado momento me cogió de la mano y me guió, los dos solos,
hacia un laberinto de pasillos y puertas. Luego se paró ante una que
tenía labrados en su madrea varios escudos de armas, como de la edad
media. La abrió con solemnidad, me miró y dijo:
- Puedes jugar aquí todo el día.
Lo que
vieron mis ojos fue para caerse al suelo o para restregarse los ojos
comprobando si estaba dormido o despierto. Ante mi se abría una sala
enorme con las paredes cubiertas de armas y banderas. Y en el centro,
encima de gigantescas tablas sobre caballetes, cientos de soldaditos
de plomo cubrían los campos de una gigantesca batalla. La
imaginación de un niño de siete años jamás pudo adivinar que
existiera algo semejante. Cuando quise darme cuenta, la puerta a mis
espaldas se había cerrado y estaba solo, dueño y señor de aquel
universo de guerra. Lo primero que pensé fue en Regino y sus dos
ridículos muñecos de goma. ¡Si me hubiera visto!
Aquella
debió ser mi primera impresión del Ejército, del poder que
representaba aquel conjunto uniforme, disciplinado, cuadriculado. Me
fui acercando poco a poco al escenario intentando que cada rostro de
soldadito, cada gesto, cada pierna en actitud de avance, cada cañón,
cada caballo, cada bandera, se quedase guardada en mi retina. Me
impresionó la homogeneidad, el orden increíble que cada compañía,
cada batallón, cada división cumplía sobre el terreno. De repente
el silencio denso de aquella sala se pobló con una melodía
castrense que algunas veces yo había oído tararear a mi padre. Y
en mi imaginación, todo aquel conjunto se puso en marcha. Los
generales empezaron a dar órdenes, los mensajeros a caballo corrían
de un lado a otro, alcanzando los diversos puestos de mando, donde
coroneles gesticulaban acatando planes de ataque que transmitían a
sus subordinados. Y los soldados, todos en masa, se movieron de un
lado para otro, buscando posiciones diferentes en las que el enemigo,
completamente invisible, no tuviera la menor opción.
No me di
la menor cuenta de que el tiempo pasaba hasta que, de golpe, la
puerta de la sala se abrió, unas botas con espuelas resonaron en el
entarimado del suelo, y vi a mi padre, con los ojos abiertos como
platos, observando en silencio el enorme desaguisado, el tremendo
desorden que su hijo había provocado en aquel supuesto campo de
batalla. Yo no había dejado un solo muñeco en su lugar de origen.
Los ojos de mi padre, fríos como el hielo, me vieron. Su cuerpo se
puso en movimiento y supe, al instante, que se venía hacia mí para
darme la paliza más grande que sus músculos fueran capaces. Quedé
paralizado, sin saber dónde esconderme. Y como tantas otras veces
decidí enfrentarme a lo que llegaba, sin mostrar ningún miedo.
Cuando la
mano de mi padre se alzó ante mis ojos, en un gesto inequívoco,
alguien entró riéndose. Nunca olvidaré aquella carcajada rompiendo
el aire y paralizando la bofetada a escasos centímetros de mi cara.
El Teniente Coronel Rivas avanzó hacia nosotros sin dejar de reírse.
-Capitán
-dijo sin dejar de reírse-, su hijo es un fuera de serie. Ha
destrozado en apenas tres horas toda la estrategia del General
O'Donell en la batalla de Wad-Ras.
Luego me
cogió de una mano y dijo que me llevaba a almorzar con él. Y
mientras andábamos, comentó en voz alta para que mi padre lo
escuchara: “Hijo, estaba hasta las narices de ver siempre igual ese
campo de batalla. Me has hecho un gran favor”.
En el
comedor de oficiales, me senté en una mesa junto al Teniente
Coronel, presidiendo el resto del habitáculo, donde mi padre y los
demás mandos comían en silencio. Aquel hombre me habló de su niñez
y estuvo todo el almuerzo preguntándome con interés cosas del
colegio. Me pregunté mil veces si podía cambiar de padre.
Intercambié miradas con el mío, con la gélida mirada de aquel
capitán de Regulares.
-¿Qué
piensas -me dijo mi compañero de mesa cuando dio la orden de que me
pusieran delante doble ración de postre?
Y las
palabras me salieron sin pensarlas o tal vez porque eran las únicas
en las llevaba todo el almuerzo pensando.
-En la
paliza que me va a dar mi padre cuando lleguemos a casa.
Y de
nuevo, una solemne carcajada brotó de los labios de aquel militar.
-Intentaremos
que eso no ocurra -dijo en un susurro, sin parar de reírse-.
Aquella
noche, en mi cama, sin que mi padre me hubiera dicho la más pequeña
frase o referencia a lo ocurrido, absorbí por cada poro de mi cuerpo
lo que me pareció que podía ser el
ejército.
Rememoré el olor de las compañías, las miradas vacías de los
soldados que saludaban a mi padre, rígidos, al cruzarse, la suciedad
de los marroquíes que exhalaban un perfume dulzón desde sus ropas
rozadas y oscuras, el pestazo de las caballerizas. Y me quedé
dormido sintiendo que mi ejército de soldados de alambre ya no
estaba bajo la almohada y, en su lugar, montaban guardia dos
soldaditos de plomo, un General a caballo y un Teniente Coronel de
espada en ristre, que habían viajado en mis bolsillos sin que nadie
lo supiera. ¡Menuda cara iba a poner el tonto de Regino cuando se
los enseñara!
NOTA AL MARGEN Nº3:
¿Fue éste el primer hecho a
través del cual obtuve un primer juicio de lo que podía ser el
ejército? Creo que no. Hace tiempo que descubrí que los seres
humanos corrientes no tenemos la menor posibilidad de planificar
nuestros actos y de analizar nuestros juicios. “Todo ocurre”. Se
que es difícil de entender esta frase. “Todo nos ocurre sin la
menor intervención de eso que llamamos “yo” que, por otra parte,
no tiene la menor existencia real, el menor sentido.
De todas formas quiero saltarme
a la torera mis propias convicciones. Así que debo seguir aquella
historia...
FIN DE LA
TERCERA NOTA AL MARGEN.
La mañana
volvía a estar gris cuando desemboqué en la calle Baños, a las
siete y media. ¿Dormiría Iris en aquel momento, rodeada de muebles
extraños, un cuarto frío, en una casa de pueblo que pretendía
imitar a un piso de ciudad, rodeada por dos niños pequeños y un
matrimonio anónimo? Sólo pensaba en ella cuando llegué al portón
de la Caja de Reclutas y vi un centenar de jóvenes variopintos con
caras de mosqueo.
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